ESPAÑA (ANB / Información de
elpais.com).- “Existen
tres tipos de personas: aquellas que se preocupan hasta la muerte, las que
trabajan hasta morir y las que se aburren hasta la muerte”. No obstante,
Winston Churchill, el mentor de la célebre frase, nunca conoció a Celia Cruz,
quien le hubiera demostrado que es posible disfrutar de la vida hasta el
acabose.
Además, en ese hipotético limbo de los encuentros nunca consumados, La
Guarachera de Cuba seguramente le habría demostrado que ella también ostenta
una expresión tan universal como la del estadista británico, aunque
literalmente más dulce: “¡Azúcar!”. Hoy, a una década de su fallecimiento, aún
se añora infinitamente a la cantante habanera, lo que es una sensación
angustiosa, pues su legado no hubiera sido el heraldo del que goza actualmente
la música popular ya no sólo del Caribe, sino de la América entera, sin esa
personalidad tan propia del tempero tropical: avasallante, impetuosa, cándida,
dramática y seductora. Un huracán devastador de corazones insulares, los mismos
que luego de experimentar su vendaval sonoro descubrieron la alegría.
A pesar de la dicha que irradiaba, Celia Cruz era una superviviente, pues
anteriormente tuvo una cita con una de las formas más agónicas de morir: el
destierro. Como si se tratara de una paradoja del destino, el 15 de julio de
1960 la artista, cuya pasión por la música fue más poderosa que la decisión de
su padre de que fuera maestra de escuela, salió de Cuba junto a La Sonora
Matancera, la orquesta que la disparó hacia la popularidad, con destino a
México, sin imaginarse que no regresaría nunca más a su terruño, ni para actuar
ni mucho menos para enterrar a sus padres. Y es que meses antes, Fidel Castro
puso en marcha la Revolución cubana, de la que la cantante fue adversaria hasta
el fin de sus días. Lo más cerca que pudo volver a estar de su gente fue en la
base naval de la bahía de Guantánamo, en 1990, donde al bajar del avión se
arrodilló, besó tres veces el suelo, se acercó al alambrado que divide a la
instalación del resto de la isla, cogió un puñado de tierra, la metió en una
pequeña bolsa, y, a manera de último deseo, pidió que lo vertieran en su ataúd.
Así que la máxima embajadora musical de la mayor de las Antillas, quien
vivió básicamente en el oscurantismo cultural de su país, en el que se aceptó
recién en los ochenta su condición de exiliada, pudo escucharse nuevamente en
las radios cubanas el año pasado, cuando el gobierno de Raúl Castro levantó el
veto que pesaba sobre ella, al igual que en otros 49 exponentes. Durante todos
esos años, sus compatriotas nunca se enteraron de sus cientos de giras
alrededor del mundo, de que fue la primera hispana y negra en presentarse en el
Carnegie Hall, de su intervención en Los Reyes del Mambo y otras tantas
películas, de sus cinco Grammy, y del Récord Guiness que estableció en 1987 en
el Carnaval de Santa Cruz de Tenerife, al convocar 250.000 personas, en el
mayor concierto en una plaza abierta que se haya dado en la historia. O de sus
colaboraciones con artistas que, pese a pertenecer a manifestaciones sonoras
tan distintas, como Ricky Martin o Los Fabulosos Cadillacs, no podían disimular
su admiración hacia su trayectoria.
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