Valle del Cinti
Jaime Rivera, propietario de la bodega Cepa de Oro, en Camargo. |
TARIJA, BOLIVIA (ANB / Erbol).- Enclavado en un colorado cañón de elevada altura y laderas escarpadas, donde la temperatura del sol no deja resquicio sin abrasar, Arturo Avilés, hombre de unos 50 años de edad y vitivinicultor de centenaria tradición familiar, recuerda que cuando era niño sus abuelos producían grandes cantidades de uva y vino, y en una ocasión, cuando quisieron carnear un chancho, “a falta de agua lo rasparon con vino”.
Esta anécdota, lejos de testimoniar el derroche del “elixir de los dioses”, como se lo conoce al zumo de uva fermentado, nos revela la importante presencia de la bebida espirituosa en la vida cotidiana de los habitantes del valle del Cinti, costumbre que surgió como resultado de la ocupación española.
Ubicado a una altura promedio de 2.350 metros sobre el nivel del mar, en Chuquisaca, el valle del Cinti, protegida por esa hendidura geomorfológica, alberga a los municipios de Camargo, Villa Abecia y Las Carreras, que guardan una historia de casi 500 años de práctica en la producción de vinos y singanis, con bodegas y parras muy antiguas, como lo atestiguan las primeras misiones religiosas de dominicos, jesuitas y agustinos, que llegaron al lugar en 1584, y convirtieron esas tierras en verdaderas fortalezas agrícolas de vid, olivo e higueras para el consumo de los españoles.
De clima templado mesotermal, poca lluvia y mucha radiación solar, en complicidad con la altura y las propiedades del terreno ferroso, el valle confiere a sus frutos como el durazno, manzanas, higos, ciruelas, membrillos y en particular a la uva, una calidad única en aroma y sabor.
“Nosotros tenemos una orografía muy particular y una climatología muy propia, que no depende de corrientes del sur o del norte, es un oasis prácticamente en medio de un desierto”, manifiesta Mario Molina, presidente de la Asociación de Bodegueros de Cinti (ASOBOC).
Este carácter único del clima, indica el enólogo, hace posible que “nuestras uvas estén caracterizadas por su alto contenido sólido y de azúcar, lo que tiene que ver con el sabor, el aroma y el color de la fruta, porque acá tenemos más de un 90 por ciento de radiación solar y eso es muy exclusivo en todo lo que produce el valle de los Cintis”.
Esta aseveración se puede comprobar al visitar las bodegas y viñedos constituidos en el valle, donde el aroma a néctar de uva fermentada, en sus matices dulce y áspero, frutados y alcohólicos, invaden hasta los olfatos más reticentes y despierta el interés de una degustación impostergable de más de una copa de vino.
Las manos laboriosas de sus habitantes consagradas al cultivo y cosecha de la vid, y elaboración ancestral de sus derivados, garantizan un producto de alta calidad heredada y aprehendida desde antes de sus abuelos.
“Nosotros somos viñateros desde que aprendimos a andar, hemos nacido hijos de viñateros y nos hemos congregado siempre en la viñas”, señala Armando Gonzales, hombre de 83 años, dueño del viñedo San Roque, en Camargo, y de parras que superan los 200 años de vida.
Similar testimonio manifiesta Jaime Rivera Valdivieso, propietario de la Bodega Cepa de Oro, fabricante del famoso oporto “Vino del amor” y el ineludible blanco Torrontés, donde la tradición familiar se transmite por casi tres siglos, de padres a hijos. “Acá tenemos viñedos que tienen más de 100 años, es una tradición familiar desde mi abuelo, estamos hablando desde 1880 más o menos, cuando él estaba dedicado a la producción de uvas, vinos y singanis”, asegura.
La producción de singani de calidad tiene su monopolio en la bodega San Antonio y su producto ganador 8 Estrellas, de Luperio Martínez, quien sabe cómo obtener el más fino aroma y sabor, persistente en el paladar, resultado del procesamiento del Moscatel de Alejandría.
Mario Molina, dueño de la bodega La Casona de Molina, y también ganador de varios premios en las ferias de vino, remarca la importancia de revalorizar el valle del Cinti por su inigualable y única producción. “Tenemos muchos productos que precisan ser revalorizados y reconocidos por el mercado nacional, por una producción centenaria en la región y fiel testigo de eso, es todo lo que nos rodea con los viñedos, cepas y bodegas centenarias, como un legado de padres a hijos. Estamos hablando de unas 10 generaciones”, dice.
Misma tradición reproduce en Villa Abecia Tomás Daroka, con su añeja y artesanal Bodega Don Tomás, ganador de varios reconocimientos con su oporto El Poblador y el destacado Rosé Cinteño. En las etiquetas de sus botellas se advierten sugerentes sabidurías. “El que bebe vino…se emborracha, el que se emborracha…se duerme, el que se duerme…no peca, el que no peca…se va al cielo, …bebamos vino para ir al cielo”, concluye.
Pero en lo que más destacan los cinteños es en su cortesía y hospitalidad. Provistos de su mejor cosecha -botella en mano- reciben a los visitantes para hacerles degustar su artesanal vino, acompañado con queso de cabra, aceitunas, jamón y escabeche de durazno.
En tanto, en las más de 400 hectáreas de plantaciones de uva del valle, los 28 grados de temperatura en el cañón, de manera silenciosa, nutren a los viñedos con la radiación solar, que mediante el proceso de síntesis química producen el preciado resveratrol, componente conocido como el elixir de la eterna juventud por sus propiedades antioxidantes y anticancerígenas que prolongan la longevidad de las células.
Variedades de cepas
Cuando los españoles arribaron al lugar, en el Siglo XVI, encontraron en Cinti a la tierra ideal para el cultivo de la vid. Plantaron las primeras cepas con la variedad misionera o negra criolla y la uva Moscatel de Alejandría, esta última da origen a la elaboración de singani.
Otras cepas presentes por esas tierras son la Vischoqueña, Rosada Criolla, Cereza, Pedro Jiménez y Sultanina.
En la última década se realizaron importantes inversiones en la región para traer al país las mejores cepas de vid que ahora se expresan en tintos como Cabernet Sauvignon, Malbec, Barbera y Merlot. En vino blanco, Franc Colombard, Chardonnay y otros.
Forma de cultivo de la vid
La forma ancestral del cultivo de la vid en el valle del Cinti aún se mantiene y pervive en combinación con las nuevas técnicas de producción. El árbol de Molle y el Chañar siguen siendo los soportes para las matas de uva por su gran beneficio ante las plagas y las ocasionales granizadas.
“En los viñedos utilizamos el sistema espaldera que está de moda y luego tenemos la forma tradicional de cultivar la vid que es en árboles, en molles y chañares, que es de muchos años”, refiere el vitivinicultor Jaime Rivera.
Otro detalle en la producción de vinos es el almacenamiento del líquido en barricas de algarrobo -fabricados por artesanos del lugar- y roble alemán, aunque en los últimos años esta modalidad está siendo desplazada por depósitos de plástico.
Calidad antes que cantidad
Conscientes de los pocos terrenos que tienen para la plantación extensiva de uva, los productores y bodegueros del Cinti apuestan por una producción de calidad sobre la cantidad.
“El espacio geográfico para desarrollar cultivos de uva es muy reducido, no tenemos grandes extensiones como para competir con Tarija, es por ello que el tratamiento de nuestros productos es casi orgánico, prescindimos de los insecticidas para garantizar posteriormente un vino y singani de calidad”, señala Mario Molina.
El sector tuvo su auge por los años 80 y 90, con la industria SAGIC (Sociedad Agrícola Ganadera e Industrial de Cinti) que producía el singani San Pedro de Oro. SAGIC compraba toda la producción de uva del lugar a buenos precios. Con la caída de esta empresa, muchos productores tuvieron que abandonar sus tierras a falta de mercado.
Actualmente, en la región hay 16 bodegas productoras de vinos y singanis abastecidos por unas 60 asociaciones de productores de uva. De las 1.700 hectáreas que tiene el cañón, más 400 están dedicadas a la vitivinicultura.
Más que una ruta del vino
Más allá de la tradición del vino, el lugar destaca también por los caminos precolombinos, dólmenes, cataratas y ríos, además de su exquisita gastronomía. En ese sentido, la región apuesta por un reconocimiento a su particularidad geográfica y sociocultural, con un sello de calidad que es la Identificación Geográfica (IG), que busca patentar la zona.
“En una alianza estratégica, entre productores de uva, bodegueros, autoridades, turismo y transporte, hemos visto que la única manera de ser buenos y competir con los demás es exponiendo nuestras fortalezas como nuestras características geográfica y topográficas, por la calidad de los cultivos, por la calidad de la uva y sus orígenes, por su incomparable paisaje”, señala el alcalde de Camargo, Juan Antonio Barrera Bellido.
El sello de Identificación Geográfica permitirá que todos los productos que se elaboren en el valle sean protegidos por el Estado, señala Juan Carlos Aldunate, encargado de comunicación y promoción del Proyecto de la IG-Valle del Cinti.
“Insertar un vino con este sello, va a permitir a la población saber que este producto vinífero ha sido producido bajo normas estrictas de calidad, es decir, que las bodegas en sus buenas prácticas utilicen los procedimientos de calidad de acuerdo a sus normas nacionales e internacionales de producción de vinos”, señala.
Como cada tarde, con el ocaso del sol el colorado cañón adquiere una tonalidad más intensa. El trajinar afanoso de los productores se vuelve apacible con el retorno a sus hogares, pero sin descuidar el compromiso adquirido por sus ancestros, de continuar con la tradición centenaria. En tanto, los fragantes viñedos, al compás del durazno, el manzano y las plantas de higo, guardan los secretos de un memorable vino, testigos silenciosos de las distintas misiones que recorrieron el cañón en busca de asentar su preciado tesoro e historia, la historia del vino y del singani.
Texto: Luis Fernando Cantoral
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