Argentina
Por Brenda Canelo*
ARGENTINA (ANB / Erbol).- Tómese unos segundos para pensar en rituales
colectivos de principios del mes de noviembre cuyo tema sea la muerte. Muy
posiblemente hayan aparecido imágenes de chicos celebrando Halloween o festejos
con calaveras mexicanas.
Si ocurrió esto puede interesarle saber que la Ciudad de Buenos Aires –así
como distintos espacios del AMBA y de las provincias argentinas- es escenario
de otras formas colectivas de recordar a los difuntos. Formas cuya existencia
tiende a ser desconocida, pese a realizarse aquí desde hace más de quince años
y contar con un número creciente de participantes, que en 2013 -estiman-
superaron las 40.000 personas.
Cada 2 de noviembre a partir del mediodía el Cementerio de Flores recibe a
miles de personas para despedir a las almas de sus difuntos, a las que
recibieron el día anterior en sus hogares. Año a año, se reúnen en torno a la
sepultura de la persona conmemorada, la limpian con cuidado y arman sobre ella
una “mesa” con alimentos y bebidas que el homenajeado disfrutaba en vida.
Después se quedan a su alrededor durante el resto de la tarde conversando,
comiendo, bebiendo, rezando, escuchando música y, en ocasiones, mascando coca.
Diferentes maneras de establecer y expresar vínculos entre sí, con los difuntos
y con la Pachamama.
Rostros “aindiados” y “pieles cobrizas”, faldas y largas trenzas, bolsas
repletas de alimentos y bebidas, instrumentos musicales, conversaciones
agitadas, niños que corren, otros que juegan. Por unas horas, el Cementerio
deja de ser un lugar solitario y solemne para convertirse en un ámbito de
asistencia masiva y prácticas comunitarias de tono celebratorio. Prácticas que
expresan a la cosmovisión andina: la muerte es parte de la vida y lo
fundamental ante ella es compartir.
Cerca del mediodía, más de veinte personas se reúnen alrededor de una
sepultura para conmemorar a un ser querido. Con ayuda de dos chicas, una mujer
organiza los panes (tantawawas) y las frutas. Agradece a los presentes por el
momento compartido. La señora de al lado extiende sus manos y entrega las
ofrendas que preparó. Poco después, llaman a una banda de músicos para que
toquen algunas melodías en homenaje al fallecido.
Desde los comentarios hostiles a los dispositivos de control estatal
organizado
Durante el trabajo de campo que realicé en el Cementerio de Flores entre
los años 2005 y 2010, me di cuenta que los agentes estatales cuestionaban estas
prácticas fúnebres con argumentos laborales y/o morales. Los primeros remitían
a la suciedad resultante de la jornada -producida por la escasez de baños y de
personal de limpieza- y a la prolongación del día de trabajo: al cerrar el
Cementerio la gente “no se iba”.
La objeción moral era por, al menos, tres motivos: la ocupación de
sepulturas lindantes, el consumo de alimentos y bebidas alcohólicas y la
presencia de música. Cosas que, según los agentes estatales, incumplían la
Ordenanza 27.590/73 vigente. Sin embargo, el artículo sólo indica que la
Dirección de Cementerios debe “vigilar el cumplimiento de las disposiciones
sobre moralidad e higiene” (Artículo 65), disposiciones cuya no explicitación
sugiere que se las considera obvias y compartidas. Otras normas relativas a los
usos de espacios públicos tampoco prohíben explícitamente este tipo de
prácticas fúnebres. Así por ejemplo, el Código Contravencional de la Ciudad de
Buenos Aires contempla la posibilidad de sancionar a los músicos en tanto
perturben el “descanso o la tranquilidad pública mediante ruidos que por su
volumen, reiteración o persistencia excedan la normal tolerancia” (Ley 1472/04,
Artículo 82), pero también castiga a “quien impide o perturbe la realización de
ceremonias religiosas o de un servicio fúnebre” (Ley 1472/04, Artículo 68).
Conclusión: el criterio a aplicar queda difuso.
Las expresiones desaprobatorias que los agentes estatales efectuaban en
este período no se fundaban en la normativa vigente, sino en su adhesión a los
estándares morales constitutivos de la hegemonía cultural desde la que se
instituyeron los usos “adecuados” de los espacios públicos porteños.
A partir de 2010 los comentarios hostiles de los agentes estatales hacia
quienes clasificaban como “bolivianos” se fueron transformando en dispositivos
de control organizado que tenían por foco a las prácticas fúnebres y, a través
de ellas, a sus actores.
Ese año fue transicional. La Asociación Civil Federativa Boliviana
(ACIFEBOL) asumió parte del control del evento: personas con remeras
distintivas inspeccionarían el ingreso de alcohol y alimentos al Cementerio y
colaborarían con la desocupación al horario de cierre. El accionar de esta
asociación no podría haber ocurrido sin el aval y/o pedido del GCBA.
En 2012 y 2013 los dispositivos de control instrumentados por el Estado en
el Cementerio adquirieron un tinte inusitado. El Ministerio de Seguridad de la
Nación dispuso oficiales de Gendarmería Nacional. Cortaron el tránsito cien
metros a la redonda. Decían que, de esta manera, “la gente podría caminar más
tranquila”.
El Ministerio de Justicia y Seguridad porteño también destinó un número
creciente de agentes de la Policía Metropolitana para que revisaran
exhaustivamente a los asistentes en los ingresos y para que recorrieran el
Cementerio en busca de alcohol.
El año pasado se realizaron tests de alcoholemia y la Dirección General de
Cementerios del GCBA informó en un cartel pegado en la entrada que estaba
prohibido vender o suministrar bebidas alcohólicas en un perímetro de 500
metros desde cuatro horas antes y hasta una después de finalizado este
“espectáculo masivo”, bajo la amenaza explícita de inhabilitar o incluso
arrestar hasta por quince días a quienes incumplieran esta normativa. Este año
esa tarea la hicieron 80 cadetes y 25 oficiales armados de la Policía
Metropolitana:
- Señora, ¿qué está haciendo?
- Estamos recordando a mi marido- responde, sorprendida.
- No pueden vender
- No estamos vendiendo nada- agrega una segunda mujer.
- ¿Y por qué este muchacho no supo decirme el nombre del difunto, luego de
que ustedes le dieran un vaso de gaseosa?
- Dijo unas oraciones. Hay mucha gente que no conoce al difunto pero igual
le reza y le agradecemos así.
- Está bien. Pero no pueden vender ni tomar alcohol. Que quede bien claro.
La Policía Metropolitana también controló la desocupación y cierre del Cementerio.
Media hora antes del horario pautado (18hs), unos cuantos oficiales organizaron
un cordón que avanzaba militarmente desde la Avenida Lafuente hacia Varela,
obligando a todos los presentes a retirarse por la única salida habilitada.
El operativo fue recibido de modo desigual por quienes conmemoraron el Día
de los Difuntos. Algunos estuvieron de acuerdo: “no se puede traer alcohol al
Cementerio”, “quienes traen alcohol hacen quedar mal a los bolivianos”, “hay
que adecuarse a los modos en que celebra aquí, siendo respetuosos de otros
muertos”. Muchas de estas personas se enteraron días antes de las restricciones
que habría para el ingreso de alcohol a través de radios comunitarias, que
circularon similares posicionamientos y llamados a la “buena conducta”. Otros
se expresaron en contra de tal accionar institucional, denunciando las
implicaciones criminalizadoras y extranjerizantes de medidas que, en
definitiva, impedían la realización de prácticas andinas, preexistentes a la
conformación del Estado nación argentino.
Los efectos del accionar institucional: estigmatización, restricción de
derechos y disciplinamiento.
Una mirada antropológica de estas prácticas estatales requiere analizar los
efectos que persiguen. Y ellos son, al menos, tres.
El primero, estigmatizar. En ningún otro día del año el Cementerio de
Flores está rodeado por Gendarmería Nacional. Nunca se registró la cantidad de
policías que hubo el último 2 de noviembre. Nunca. Cualquier vecino de la zona
que haya pasado por la zona o concurrido al Cementerio ese día debe haberse ido
con la idea de que “esa gente” hace cosas peligrosas o es peligrosa, por lo que
hace falta que el Estado despliegue tamaño operativo. El hecho de que éste haya
comenzado luego del conflicto y represión ocurridos en el Parque Indoamericano
de fines del 2010 no es un dato menor.
El segundo efecto: restringir el ejercicio de derechos. La Ordenanza
27.590/73 que regula los usos de los cementerios municipales garantiza la
libertad de culto (Artículo 4°), sin explicitar restricciones al respecto. Vale
preguntarse si este derecho no está menoscabado de hecho cuando el Estado
impide la presencia del alcohol requerido para culminar una jornada ritual
vinculando a los vivos entre sí, con los difuntos y con la Pachamama. Como
explica el antropólogo Thomas Abercrombie acerca del consumo de alcohol en
comunidades andinas: “la bebida se asocia más bien con los acontecimientos rituales
colectivos, donde compartir bebidas alcohólicas es un importante medio de
reciprocidad, un signo de hospitalidad y, en suma, un significativo medio de
comunicación social organizado” (1993: 142)
[1]
Finalmente, los mecanismos de control estatal realizados sobre las
prácticas fúnebres andinas en los últimos dos años buscan disciplinar a sus
actores. El mensaje brindado mediante ellos explicita qué y quiénes pueden
expresarse en los espacios públicos porteños, qué preceptos morales hay que
adoptar para evitar controles y sanciones que dispone el Estado, aún sin
respaldo normativo.
¿Qué nos muestra el caso analizado? Que para construir una comunidad de
iguales, en este caso “los porteños”, las prácticas estatales tratan de erigir
frente a ella un “otro interno” disruptivo y peligroso; y que uno de los modos
en que lo hacen es instituyendo fronteras sociales y simbólicas que establecen
qué y quiénes son “normales” en el espacio público, así como proveyendo a los
actores sociales de poder desigual para modificar estos estándares. En otras
palabras, nos muestran las dificultades existentes en la Ciudad de Buenos Aires
para que los migrantes andinos, principalmente bolivianos, dejen de ser
considerados parte de esos “otros internos” y adquieran legitimidad en la
esfera pública metropolitana como iguales.
[1] Abercrombie, Thomas. 1993. “Caminos de la memoria en un cosmos
colonizado. Poética de la bebida y la conciencia histórica en K’ulta”. En:
Saignes, Therry (comp.) Borrachera y memoria. La experiencia de lo sagrado en
los Andes. La Paz: Hisbol/IFEA (139-170).
* Brenda Canelo es Doctora y Licenciada en Antropología Social (FFyL, UBA),
Investigadora Asistente del CONICET y docente en la UBA (FFyL y FSoc).
Recientemente ha publicado el libro “Fronteras internas. Migración y disputas
espaciales en la Ciudad de Buenos Aires” (Editorial Antropofagia) donde analiza
procesos ocurridos entre 2003 y fines de 2010 en el Cementerio de Flores y en
el Parque Indoamericano.
Fotos: Brenda Canelo.
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