En el Penal de Topo Chico
Familiares de los reos a las afueras del penal de Topo Chico. |
ESPAÑA (ANB / Fuente: El
País, España).- El horror ha vuelto a
México. Un salvaje motín en la cárcel estatal de Topo Chico, en Monterrey, ha
golpeado en la frente a un país que vivía días de miel y rosas ante la llegada
este viernes del Papa.
52 muertos, 12 heridos y la evidencia, otra vez, de que el
sistema penitenciario mexicano está en manos del crimen han disipado las brumas
y abierto una nueva crisis de seguridad.
La revuelta, la mayor en décadas, tuvo como detonante el
asesinato de un líder carcelario a manos de sus adversarios.
Su muerte derivó en un bárbaro ajuste de cuentas, en la que
no hicieron falta los tiros. Bastaron las cuchilladas.
La prisión de Topo Chico, de 3.800 reclusos, fue en la
madrugada del jueves lo más parecido al infierno.
Durante al menos dos horas, los internos tomaron el control
del presidio y se enzarzaron entre sí como bestias. Los detalles de la matanza
tardarán meses en aclararse.
Las primeras versiones apuntan a que el enfrentamiento
arrancó a las 23.30 entre Los Zetas y el cártel del Golfo, las dos
organizaciones criminales que controlan el presidio.
El detonante fue el intento de fuga de Jorge Hernández
Cantú, El Comandante Credo, miembro del cártel del Golfo y uno de los
cabecillas de la penitenciaría.
Este narco intentaba supuestamente huir esa noche de la
cárcel, pero en su fuga, siempre según versiones no oficiales, fue sorprendido
y asesinado por sus adversarios, dirigidos por Juan Pedro Zaldívar Arias, alias
el Z-27, un conocido secuestrador que recientemente había sido trasladado a la
cárcel.
La sangre llamó a la sangre. Un vendaval de venganza se
apoderó del penal. Ante la absoluta inoperancia de las fuerzas estatales, la
reyerta devino en una matanza.
Los internos, según la versión oficial, prendieron fuego a
la bodega de víveres y se enfrentaron cuerpo a cuerpo.
No hubo tiros. Bastaron las cuchilladas. La cárcel, al menos
en dos áreas, quedó en manos de los amotinados.
Ante el caos, las autoridades pidieron la intervención del
Ejército, la Marina y las fuerzas federales.
Sobre las 1.30, los militares irrumpieron en las
dependencias penitenciarias y, supuestamente, lograron sofocar la revuelta.
Ninguna autoridad dio explicación de qué métodos emplearon
para hacerlo ni si su intervención fue la causante de la mortandad.
El gobernador de Nuevo León, Jaime Rodríguez Calderón, El
Bronco, en su primera comparecencia por los hechos se limitó a señalar que la
“tragedia” fue fruto de “la situación tan difícil en que se encuentran los
centros penitenciarios”.
A lo largo de la mañana, el Gobierno estatal fue facilitando
los nombres de los fallecidos, pero sin detallar las causas. Los informes
forenses deberán determinar si hubo o no disparos.
El terrible desenlace del enfrentamiento convocó a cientos
de familiares ante la puerta de Topo Chico.
La incapacidad de las autoridades para darles una
explicación mínima de lo sucedido prendió otro incendio.
Padres, madres, hermanos e hijos de los presos empezaron a
golpear las vallas del penal y lanzar objetos.
El miedo a que hubiesen fallecido los menores que viven en
uno de los pabellones hizo crecer su ira. La presión llegó hasta el punto de
que lograron, siempre según las primeras versiones, cruzar uno de los
perímetros de seguridad, aunque sin mayores percances.
“Me llamó mi hijo y me dijo que dentro estaban matando gente
y que él había conseguido huir al pasar a la zona de mujeres. Eso ha sido una
carnicería”, señaló una madre a los medios locales.
El motín de Topo Chico, el mayor del que se tiene registro,
vuelve a poner a México ante el espejo de sus cárceles.
Con una población reclusa de cerca de 250.000 internos, el
hacinamiento y la violencia son moneda común.
Pero el mayor problema procede del despiadado dominio que
ejercen los cárteles, hasta el punto de que muchas penitenciarias se rigen a
voluntad de las organizaciones criminales.
Controlan las visitas, las drogas y los alimentos. Prestan
el dinero y en caso de que no haya retorno, ejercen la violencia sin
contemplaciones.
Un ejemplo de ello fue la cárcel de Ciudad Juárez, que el
Papa visitará este miércoles. Allí, las bandas llegaron a organizar hace pocos
años carreras de caballos, ante el silencio cómplice de las autoridades.
Los intentos presidenciales para recuperar el control han
sido tan constantes como infructuosos. La fuga de El Chapo, por un increíble
túnel de 1.500 metros, demostró este mismo año la enorme debilidad del sistema
penitenciario.
La huida se registró en la cárcel de máxima seguridad de El
Altiplano. Bajo control federal y supuestamente sometido a continuas medidas de
contravigilancia, este centro era considerado el más seguro del país.
Pero nada pudo contra el poder corruptor del líder del
cártel de Sinaloa. Le bastó con levantar el piso de la ducha y huir sin que se
activaran las alarmas.
Tras la humillante fuga, la cúpula del sistema penitenciario
mexicano fue descabezada. Pero nadie creyó que el problema hubiese quedado
resuelto.
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