Francia
continua en alerta
LA PAZ, BOLIVIA (ANB / Erbol).- Jean Luc les vio la cara perfectamente. Estaban justo debajo
de su ventana. Eran “muy jóvenes” y llevaban cada uno un Kalashnikov. Pudo ver
a dos, aunque quizá hubiera un tercero.
Sabe
seguro que no llevaban cinturones con explosivos y sabe también que no
levantaron el dedo del gatillo en ningún momento, como si no fueran a
terminarse nunca las balas.
“Durante
cuatro minutos no dejaron de disparar. Era una masacre. Cuando alcanzaban a
alguno, lo remataban en la acera con varios tiros más”, recuerda en la puerta
del Café Le Belle Équipe, lugar donde murieron 18 personas a manos de los terroristas.
Torniquetes
con una camiseta
Jean
Luc vive justo en el piso de arriba del café y recuerda cómo a las 21.34 del
viernes, mientras veía la televisión, empezaron los disparos en la calle.
Las
balas rebotaban contra todos lados (el sábado todavía podían verse decenas de
orificios en los escaparates cercanos) y los cadáveres empezaron a amontonarse
en la acera del bar.
“Bajé
corriendo. Me quité la camiseta y la utilicé para hacer algunos torniquetes.
Hice lo que pude, yo me dedico a la seguridad y tengo algunos conocimientos”,
se excusa.
A su
lado, su hija sigue en estado de shock y no puede contener los temblores.
Buscando
refugio
El
ataque al Belle Équipe fue de los más sangrientos la noche del viernes. Muchas
de las víctimas se vieron acorraladas, otras lograron huir hacia las porterías
cercanas.
Berta
y Lena tienen 18 años y viven en la esquina del local. Oyeron las ráfagas de
disparos enseguida.
“La
gente empezó a correr hacia los portales y suplicaba que les dejásemos entrar
para protegerse de los terroristas. Oímos disparos durante 30 minutos”,
recuerda Berta, una estudiante vasca residente en París.
Junto
a ella, el sábado a la hora de comer, todavía había amigos y familiares de víctimas
que lloraban desconsoladamente junto al altar de velas improvisado que la gente
había montado en la puerta del bar.
Aún
no daban crédito a lo sucedido
“Pensé
que mi hermana estaba muerta”
A 1,5
kilómetros de ahí, en el bar Carrillon, Alejandra Mallol, auxiliar de vuelo
española, tomaba el viernes una cerveza con su hermana. Habían llegado sobre
las 21.20, y pocos minutos después llegó el olor a pólvora, el humo y las
ráfagas de disparos.
“Fuera
había muchísima gente. Primero empezó a disparar contra todos ellos. Dentro
todo el mundo se tiró al suelo, yo conseguí pasar al otro lado de la barra para
protegerme”, cuenta.
Ahí
perdió de vista a su hermana, que se quedó tumbada en el suelo entre la
multitud. Mientras duraron los disparos se hizo el silencio.
“Venían
de fuera, pero las explosiones retumbaban en el oído como si el terrorista
estuviera dentro. Miré hacia donde estaba mi hermana y había un pequeño charco
de sangre. Por un momento pensé que estaba muerta”.
Cuando
paró el estruendo seco de los tiros, comenzaron los gritos y empezaron a oírse
los nombres propios de los amigos y familiares, que la gente gritaba para
averiguar si se encontraban bien.
Todo
el mundo buscaba a alguien
Alejandra
escuchó la voz de su hermana enseguida, pero permanecieron un rato tumbadas.
Nadie se atrevía a levantarse.
“El
chico que teníamos al lado estaba destrozado. Otro tenía un balazo en la
pierna, otro en el costado… Nadie se ponía de pie al principio”, dice Mallol,
todavía muy consternada por lo vivido pero ya de vuelta a su casa en Alicante.
El
rostro del mal
Los
dos asaltantes que atacaron el Carrillon recorrieron la calle que separa este
bar del restaurante Petit Cambodge, en la zona del canal de Saint Martin.
Disparando
contra todos los que encontraron a su paso, acribillaron a la gente que estaba
en la terraza y en las primeras filas del interior de los locales.
Murieron
14 personas. Marie Lours, una vecina que presenció aquel ataque desde la
distancia y que se acercó al día siguiente a la sala Bataclan con un ramo de
flores, lo recordaba así: “Nunca más podré quitármelo de la cabeza. Es el
rostro del mal. Es el horror absoluto”.
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