EEUU (ANB / Erbol).- Toda la inquina y polarización partidista
acumulada en Estados Unidos desde hace varios años –prácticamente, desde que Barack
Obama asumió la presidencia por primera vez- ha conducido finalmente al país a
una situación límite que permite visualizar claramente el grado de inoperancia
al que se ha llegado en Washington y la crisis general del sistema político: el
cierre indefinido de la administración federal y los servicios públicos. El
último precedente se dio durante la Administración Clinton y duró 22 días, del
15 de diciembre de 1995 al 6 de enero de 1996, informa El País.
Semejante degradación de la actividad política tiene que ser, por fuerza,
consecuencia de múltiples culpables y de males que incluso se remontan a
décadas anteriores. Pero es inevitable señalar, ante la suspensión de
actividades en la nación más poderosa del mundo, la responsabilidad inmediata
del Partido Republicano, que sucumbió ante la amenaza de su extrema derecha,
concentrada en el Tea Party, y le negó al presidente una extensión del
presupuesto que estaba obligado a darle, por ley y por sentido común.
Sin esa extensión, y ante la negativa del Congreso a aprobar el presupuesto
que Obama presentó a principios de año, el Gobierno federal no tiene dinero
para pagar a sus empleados. Cientos de miles de ellos se quedarán a partir de
hoy en sus casas sin cobrar el sueldo. Todos los servicios públicos, incluidos
la sanidad, la educación y las fuerzas armadas, se mantendrán únicamente con el
personal imprescindible. Los ministerios cerrarán sus puertas, así como otras
muchas oficinas del Estado.
En realidad, será el paraíso de anarquía liberal con el que el Tea Party
sueña, el mundo sin gobierno que el extremo conservadurismo norteamericano
predica a diario. Para esa derecha, el símbolo supremo del horror estatista es
la reforma sanitaria que Obama consiguió sacar adelante con muchas dificultades
en 2010. Sobre esa reforma –o la caricatura que la demagogia ultra ha hecho de
esa reforma- se centra la ofensiva que ha acabado con este cierre de la
Administración.
La Cámara de Representantes, dominada por los republicanos, exigió,
primero, que la extensión del presupuesto fuese condicionada a la eliminación
de los fondos para seguir adelante con la reforma sanitaria. En un siguiente
paso, algo más modesto, pidió que la aplicación de la reforma, que entra
plenamente en vigor el 1 de enero de 2014, se retrasase un año. Ninguna de las
dos condiciones fueron aceptadas por la Casa Blanca ni por los demócratas en el
Senado, que consideraron la maniobra un chantaje inadmisible. No hay
precedentes de que, para cumplir con la rutina de extender el presupuesto –a lo
que el Congreso está constitucionalmente obligado-, se demande la abolición o
suspensión de una ley debidamente aprobada y, en este caso, ratificada por el
Tribunal Supremo.
Esa ley puede ser difícil de aplicar. Creará, tal vez, algunas complicaciones
burocráticas, puesto que no es sencillo integrar de repente en un sistema
sanitario a millones de personas. Pero, en última instancia, puede conseguir
que solo un número residual de personas quede sin seguro de salud en un país
que tradicionalmente ha tenido a decenas de millones desprotegidas.
Una de las grandes paradojas de la crisis actual es que hubiera sido fácil
de evitar con un poco más de coraje del liderazgo republicano en el Congreso.
Todos los observadores coinciden en que existían suficientes votos en la Cámara
de Representantes como para aprobar la extensión del presupuesto sin añadidos
ni condiciones. La suma de demócratas y republicanos moderados es, en teoría,
suficiente como para sacar adelante la ley de extensión. El problema es que eso
ni siquiera ha sido sometido a votación porque el presidente de la Cámara, John
Boehner, un centrista, no se ha atrevido a desafiar al Tea Party. Faltan solo
13 meses para las próximas elecciones legislativas, y los republicanos saben lo
peligroso que resulta enfrentarse a ese sector del partido, amplio dominador de
las emociones de las bases.
El caso es que, entre chantajes, miedos e impotencia –unido a la
incapacidad de los demócratas y de Obama de movilizar convenientemente a la
opinión pública a favor de su reforma sanitaria-, se ha llegado a esta
situación, que puede causar un serio perjuicio económico, pero, sobre todo,
daña la imagen del país que debía dar ejemplo de firmeza y coherencia en la
conducción de su política, no por razones morales, sino porque es el sostén de
la economía mundial y el principal implicado en la seguridad internacional.
Y lo peor es que, con ser grave lo que ha ocurrido, es mucho menos grave
que lo que puede ocurrir. El 17 de octubre EE UU alcanza el techo de deuda. Si
el Congreso no autoriza nuevo endeudamiento, el Gobierno tendrá que suspender
pagos, incluidos los beneficios de los bonos del Tesoro. Pero el Congreso,
nuevamente, condiciona esa autorización a la suspensión o eliminación de la
reforma sanitaria. Los efectos sobre la economía mundial de una suspensión de
pagos por parte de EE UU serían tan atroces, que se confía en que haya antes
una solución. Pero todo lo dicho más arriba puede repetirse aquí para contener
ese optimismo.
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