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domingo, 23 de junio de 2013

OLIVEIRA, JUEZ BRASILEÑO MÁS AMENAZADO POR NARCOS


En la frontera con Bolivia y Paraguay
LA PAZ, BOLIVIA (ANB / Erbol).- Su nombre completo es Odilon de Oliveira y en la actualidad es el juez brasileño que recibe la mayor cantidad de amenazas porque metió en la cárcel a cientos de narcotraficantes que delinquen en la frontera que comparten su país con Bolivia y Paraguay.


Según El País de España, un grupo de élite de policías no le pierde pisada durante las 24 horas, porque su vida corre peligro frente a frecuentes amenazas de muerte acumuladas.

De Oliveira debe afrontar los avatares de su trabajo, más aún en un lugar donde se multiplican casos de tráfico de drogas.

La historia del juez

El despertador rompe el sueño del juez poco después de las seis de la mañana. Hay que levantarse a esa hora para correr porque el calor lo hará imposible más tarde. En el cuartel de la Policía Federal hay una pista cortita, apenas una calle, 220 metros. Es el Día del Trabajador y el juez quiere darse un capricho: dejar por un día el gimnasio y correr al aire libre. No parece preocupado. En la práctica, varias decenas de agentes de la Policía Federal brasileña andarán a 20 metros de él todo el rato. Sumados a su custodia personal —otros cuatro agentes fuertemente armados que le siguen las 24 horas—, el número parece suficiente. Incluso para el juez más amenazado de Brasil.

Odilon de Oliveira (Exu, Pernambuco, 1949) es juez federal desde hace 26 años. En ese tiempo ha metido en la cárcel a cientos de narcotraficantes por delinquir en la frontera de Brasil con Paraguay y Bolivia, uno de los pasos de droga más calientes del continente. Desde 2005, el crimen organizado ha perdido a su costa más de 400 inmuebles, 25 avionetas y 8 millones de dólares en efectivo. El juez mantiene su base en Campo Grande, capital del Estado de Mato Grosso do Sul, pero se mueve constantemente. Cada año viaja varias veces a la frontera con Paraguay, a unos 300 kilómetros. Visita ciudades sin ley, reinos de criminales ostentosos que estarían encantados de echarle el guante. “En mayo tuvimos que salir en helicóptero de Naviraí, cerca de Paraguay, tras un aviso del servicio de inteligencia”, relata. Brasil comparte 4.788 kilómetros de frontera con Paraguay y Bolivia. Se trata de un espacio boscoso, tropical, espeso, trufado de pequeñas poblaciones a cada lado.

Durante 2004 y 2005, Odilon vivió en Ponta Porá, una de esas ciudades gemelas de la frontera. El lugar se reduce a una cuadrícula de calles comerciales y pequeñas áreas residenciales alimentadas de mototaxistas a toda velocidad. En el lado paraguayo, en la ciudad de Pedro Juan Caballero, los narcos trasiegan de un país a otro sin mayor preocupación y no suelen meterse con nadie si nadie se mete con ellos. Ocurre sin embargo que uno no sabe con quién habla, qué puede decir y a quién: la sospecha domina las relaciones.

Durante su estancia en Ponta Porá, el juez pasó gran parte del tiempo en una hostería del Ejército por seguridad. Aun así, trataron de matarle desde el exterior a golpe de rifle. Un amigo del juez que vive del lado paraguayo, el senador Roberto Acevedo, sufrió un atentado en 2010 que no acabó con su vida de milagro. Unos sicarios tirotearon su vehículo y mataron a sus guardaespaldas —como Odilon, Acevedo dedica su poder y su tiempo a denunciar las actividades del crimen organizado—. Acevedo explica que en la frontera siempre tuvieron “a la mafia, el padrino, pero lo que ocurre hoy… Está todo podrido acá, el proceso a la narcosociedad es imparable”.

La denuncia se lleva mal en la zona. Cuatro periodistas han muerto en ambas ciudades en menos de año y medio y los que quedan denuncian un clima insoportable. El corresponsal del principal periódico de Paraguay en Pedro Juan vive en un búnker, protegido por varios guardaespaldas y su revólver personal.

La situación allí es consecuencia del trasiego de drogas hacia Brasil. Paraguay es uno de los mayores productores de marihuana del sur del continente y Bolivia el tercer mayor productor mundial de hoja de coca. Brasil, el segundo mayor consumidor de cocaína y derivados del mundo, según un estudio que publicó el año pasado la Universidad Federal de São Paulo. Además, es un punto importante de salida de droga hacia Europa. Ni Bolivia ni Paraguay cuentan con radares para detectar vuelos clandestinos. Avionetas cargadas de cocaína y marihuana llegan a la frontera con Brasil sin demasiados problemas. Visto así, los mayoristas de la droga solo tienen que establecerse en la frontera, igual que los distribuidores. El juez trata de impedirlo y para ello apenas cuenta con su voluntad.

Su despacho es un espacio mediano, oscuro. Apenas 15 metros cuadrados con dos ventanas cayendo del techo. Odilon dirige el único juzgado nacional que persigue delitos financieros y de lavado de dinero a este lado de la frontera. No tiene sustituto; si él falla, los casos no avanzan. Aunque Odilón no suele fallar. Se levanta normalmente a las 5.30 de la mañana y acude al gimnasio. De ahí marcha al juzgado, siempre escoltado, siempre mirando a los lados. Allí despacha con su secretaria judicial, que le acompaña desde hace 20 años. En el despacho, frente a la mesa, un archivador rebosa legajos, procesos abiertos y casos cerrados. En el cajón de arriba, el juez guarda la información delicada. “Aquí están los planes que descubrieron para matarme”, anuncia con naturalidad.

Odilon saca varias carpetas y echa a andar hacia la sala de audiencias. De pelo ceniciento y ojos menudos, se define como un profesional riguroso y disciplinado. En Brasil integra la linha dura de la judicatura, un grupo proclive a condenar duramente las actividades del crimen organizado. El país ha perdido a varios linha dura últimamente, tres en cinco años. El último caso data de 2011, cuando unos enmascarados tumbaron a plomo a la jueza Patricia Acioli cerca de Río de Janeiro. Acioli investigaba a policías de Río por integrar milicias parapoliciales. Desprotegida, al final acabaron con su vida. A diferencia de Acioli, Odilon cuenta con seguridad las 24 horas. De hecho, es el único juez de Brasil protegido a ese nivel; el único de los 150 profesionales oficialmente amenazados.

El juez pasa las páginas de las carpetas y los nombres se repiten: Fernandinho Beira Mar; Luiz Carlos Da Rocha, Cabeça Branca; Irineu Domingos Solingo, Pingo… Son sus enemigos, narcos a los que metió en la cárcel, a los que persigue o ha perseguido; criminales descubiertos con planes para matarle, solos y en contubernio. Son decenas de documentos elaborados por los servicios de inteligencia de la Policía Federal brasileña y por su propia escolta. El juez explica que hasta ahora han querido envenenarle, tirotearle, cortarle la garganta en el gimnasio… “Una vez”, explica, “conspiraron para tirarme con un rifle de mira telescópica cerca del juzgado”.

Quizá el enemigo más peligroso de todos sea Beira Mar. Condenado a 200 años de cárcel por homicidio y tráfico de drogas entre otros cargos, el maleante se la tiene jurada al juez. Odilón le ha perseguido por toda la frontera y ahora tiene un proceso abierto en su contra por lavado de dinero. “Ya en 2006 Fernandinho habló por teléfono sobre un plan para acabar conmigo. Decía que no podía esperar a matarme, que tenía el tiempo corto”. Beira Mar es conocido en Brasil por su poder y brutalidad. Hace unos meses, un tribunal de Río le condenó a 80 años por ordenar desde la cárcel el asesinato de dos hombres de su propia cuadrilla. Ahora mismo afronta otro proceso por dirigir la tortura y el asesinato, también desde prisión, del joven Michel Anderson Do Nascimento. Según las grabaciones que dieron origen al caso, su gente le arrancó las orejas y los pies mientras Fernandinho se regodeaba por teléfono. La afrenta del muchacho había sido frecuentar a una antigua novia del criminal. Otro nombre asiduo en las investigaciones de la policía es el de Pingo. Cabecilla de una facción criminal en la frontera, Odilon lo condenó a 26 años de cárcel. Pingo traficaba con coca desde Paraguay, hasta que las autoridades de aquel país lo agarraron y extraditaron a Brasil.

Pese a todo, el juez dice que no tiene miedo. Cuenta el episodio del tiroteo en Ponta Porá como si un gato se hubiese colado en su habitación: sorprendido, poco más. Asume que su vida consiste en acudir al juzgado rodeado de hombres armados y que no puede salir a bailar con su mujer. Que, de hecho, no tiene casi amigos porque su escolta agota los argumentos para evitar que salga una vez el sol ha caído. Pero es el camino que ha elegido, y no se arrepiente “de nada”.

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