ENTREVISTA
INGLATERRA (ANB / BBC Mundo).- No hay una fórmula única para educar. De hecho, no existen recetas.
Así
lo ve y pregona la psicopedagoga y docente española Mar Romera, que cuando se
presenta a sí misma para esta entrevista nos dice:
“Soy
mujer, madre, soy hija, nací en el año 67 del siglo pasado, que suena muy
fuerte, y la siguiente palabra me cuesta muchísimo decirla: soy viuda”.
Y
luego nos explica que las palabras son como el cerebro; hay que entrenarlas
mucho para que salgan fácil.
Lo
mismo pasa con las emociones: si no nos entrenamos para ellas no sabremos qué
estamos sintiendo ni cómo afrontar el miedo, el fracaso o la pérdida.
Romera,
que da asesoramiento pedagógico a profesores, también ofrece charlas y tiene
varios libros publicados, entre ellos “Educar sin receta”, “La familia, la
primera escuela de emociones” o “La escuela que quiero”.
BBC
Mundo habló con ella de su trabajo y su visión sobre las emociones.
En
tus charlas sueles decir que no quieres que tus hijas sean felices. Es una
afirmación bastante dura.
Lo
que quiero decir con eso es que las emociones son una respuesta adaptativa y
producto de la generación de química en nuestro cerebro.
Cuando
digo que no quiero que mis hijas sean felices es porque quiero que vivan cada
circunstancia con lo que toca. Quiero que sientan miedo, asco, tristeza, culpa.
Es
decir, que sientan miedo si están de noche en un lugar no seguro, porque eso
les salvará las vida; que sientan culpa ante algo incorrecto, porque eso las
posiciona en la plataforma hacia la reparación; que sientan asco ante una raya
de coca, porque eso les ayudará a rechazar cosas nocivas para su cuerpo.
Hemos
confundido el concepto de placer y el de felicidad.
Pensamos
que la eterna vivencia de placer es lo que da la felicidad y esta tesis nos
lleva a las circunstancias de problemas de salud mental que se viven hoy.
Cuando
mis hijas eran niñas, teníamos un hámster y se murió. Si hubiera querido que
sean felices, del verbo ser, habría escondido la mascota, comprado otra,
inventado una historia. Lo que sea para que no vivieran la pérdida.
Pero
después, si pasados los años alguien que les gusta les dice que no, cómo les
escondo esa pérdida; o la muerte de su abuela, de su padre... No puedo
esconderles todas esas pérdidas.
Pretender
que no entren en tristeza en ningún momento es pedirles que sean psicópatas.
En
la sociedad actual potenciamos la alegría y denostamos la tristeza. ¿Hay
emociones buenas y malas?
Ni
malas o buenas, ni negativas o positivas, ni siquiera agradables o
desagradables: todo eso es un constructo social.
Con
la felicidad, por ejemplo: en un gran parque temático, se está contento en ese
momento, pero no se es feliz, porque “ser” es un condición de estabilidad.
La
felicidad no es una condición del ser humano; necesitamos vivir todas las
emociones para entrenarlas, como si de un gimnasio se tratara.
Igual
pasa con nuestro cerebro. Necesita ir a este gimnasio de las distintas
emociones, no de una sola. No se puede ir exclusivamente a la sala de masajes
agradables. Hay que vivir todo.
Y
hacernos responsables de nuestros actos.
Por
ejemplo, a mis hijas nunca les permitía que me dijeran “lo hice sin querer”. A
ver, yo entiendo que si están por mi casa y tiran un jarrón al suelo, no lo
hacen adrede, pero eso no las exime de responsabilidad.
Qué
hicieron para que eso pase, cómo se hace la reparación —¿barrerlo, ahorrar para
comprar otro, no correr la próxima vez?—.
Yo
quiero que mis hijas sientan seguridad para equivocarse, porque el error es una
de las mejores fuentes de aprendizaje. Quiero que aprendan a fracasar.
Ahora
que todo gira en torno al éxito, ¿cómo se educa a los niños para el fracaso?
Los
niños no aprenden nada de lo que le digamos; nos aprenden a nosotros.
Si
siempre pretendo que las notas sean buenas, si aplaudo más el gol que el no
gol, si potencio que seas el mejor, inevitablemente no vas a aceptar el fracaso
después.
Pero
también va en el comportamiento: hablo mal de mi empresa, de mi jefe, de mi
fracaso, me joroba que las vacaciones de mi cuñado sean mejores que las mías…
Eso los peques lo ven.
El
fracaso solo se sostiene cuando el bastidor del bordado de mi vida, lo que la
sostiene, es una escala de valores.
Porque
puede que haya emprendido algo y haya fracasado, pero solo voy a dormir bien
cuando revise mi escala de valores y vea que las decisiones que tomé van acorde
a ello.
Solo
así te puedes remontar del fracaso.
Podemos
hablar de un concepto que se puso muy de moda en la pandemia, la resiliencia,
pero esto no llega de la noche a la mañana.
Aprender
a fracasar y empezar de nuevo no va de buena o mala suerte; hay que trabajar
una actitud optimista.
Me
ha costado cinco décadas entender que el ser humano es libre. Ojo, obviamente,
yo no elijo estar en Gaza en este momento, ser refugiada; no puedo elegir las
circunstancias, pero sí la actitud con la que las atravieso y eso depende de
elegir la emoción con la que vivo esa circunstancias.
¿Y
cómo se elige la emoción?
Eso
es gestionar.
Se
nos habla de regulación emocional, pero esto empieza por una alfabetización
emocional. Es decir: cómo se llama lo que estoy sintiendo.
Yo
partí diciendo que las emociones no son positivas o negativas. Luego,
apoyándome en la teoría del psicólogo Roberto Aguado, las definía como
agradables o desagradables. Ahora, di el salto y digo que son oportunas e
inoportunas.
Por
ejemplo, sentir miedo en una calle oscura en una ciudad desconocida puede ser
oportuno, pero sentirlo en mi casa es inoportuno.
Esto
ya lo decía Aristóteles, que es fácil enfadarse; lo difícil es enfadarse con la
persona oportuna en el momento oportuno y con la intensidad correcta.
Esa
es justo la definición de excelencia emocional: elegir la emoción oportuna, el
momento oportuno, con la intensidad oportuna y la persona concreta.
Para
poder elegir tengo que entender cuáles son las emociones, elegir dentro de su
catálogo y ver en nuestro fuero interno qué pasa con ellas.
Pero
hay una serie de errores sociales que nos llevan a nombrarlas mal y a no tener
conciencia emocional.
¿Y
cuál es, a tu criterio, la clasificación de las emociones?
Primero
están las básicas: tristeza, miedo, asco, enfado, alegría. Luego está la
sorpresa, que es una emoción bisagra, que se pasa muy pronto. Y después hay
otras más, que son curiosidad, seguridad, admiración y culpa.
Una
vez que te sabes el catálogo, toca mirar qué me pasa mí, cuándo y con qué gesto
respondo o con qué conducta actúo. Y saber qué lo activa. Si tengo esta
estructura, puedo elegir la actitud que tengo.
Un
ejemplo: Yo puedo saber que con el color naranja me enfado pero, si no lo sé y
de repente estoy metida en una habitación llena de cosas naranjas, estaré
enfadada y no sabre por qué.
Me
llama la atención que no nombras el amor como emoción. ¿Por qué?
El
amor no entra dentro de las emociones, es un sentimiento que se ancla en la
emoción básica de la admiración.
Como
cualquier otro sentimiento, el amor es el anclaje cognitivo de las emociones.
Por
lo tanto, cuando una emoción se convierte en sentimiento, ya sí intervienen
otros factores como la cultura, entorno, la costumbre…
Si
las emociones son respuestas adaptativas, para la supervivencia, los
sentimientos son más suaves, prolongados en el tiempo.
¿Qué
pasa cuando a los niños se les dice qué deben sentir o se les impide sentir
ciertas cosas?
Yo
creo que una cosa es marcar los límites de las conductas y otra es determinar
lo que otro, lo que un niño debe sentir.
Yo
tengo que validar tu enfado, reconocerlo, pero eso no implica validar que
destroces los juguetes. Y en ocasiones mezclamos todo.
Te
puedes enfadar lo que te quieras enfadar, lo que puedes hacer es controlar la
conducta derivada del enfado. Por ejemplo, si el niño ha roto la puerta porque
está enfadado, puede tener todas las razones del mundo para estarlo, pero no
puede romper la puerta.
Hay
confusión en corrientes como la crianza respetuosa: y, sí, es importante
validar la emoción, reconocerla, pero no valides la conducta derivada de la
emoción.
Por
otro lado, en los centros educativos estamos restringiendo las conductas sin
reconocer las emociones por las que se producen. Otro error.
Las
normas y los límites dan a los niños un ambiente de seguridad para crecer.
Parece
que nos fuimos de un extremo a otro. De una crianza donde era normal mucha
severidad e incluso pegarle a un niño a, ahora, permitirles todo.
Aquí
hay muchas otras variables.
Para
mí, lo determinante es que tenemos pocos hijos, y si tú tienes un jardín con
200 geranios y una orquídea, te centras en cuidar la orquídea.
Cuando
en una familia hay 5 o 6 hijos, hay primos, un círculo de interacción entre
iguales, el crecimiento es mucho más sano, global y natural.
Cuando
hay un niño para 17 adultos, nos encontramos con bebés sobreprotegidos, sobre
regalados, inútiles.
¿Es
igual de problemática la negligencia hacia los niños que la sobreprotección?
Por
supuesto. Todo gira en torno a la posibilidad de que tengan un vínculo sano. Y
hay que hacerlo con todas las estructuras de la vida.
A
los jóvenes ahora los llaman “generación de cristal”. ¿Esto es así, que son
demasiado sensibles a todo o es que los adultos no se permiten sentir nada?
¿Qué hacemos con ellos?
Yo
no tengo respuesta; lo único que podemos hacer es escuchar.
Desde
mi punto de vista, sucede que nuestro cerebro, que es paleolítico, lo hemos
metido en el siglo 21, donde absolutamente todo va deprisa.
Nuestro
cerebro estaba preparado para buscar comida, beber, tener relaciones íntimas,
hacer equipo para cazar al bisonte e ir cubriendo retos. Cinco cosas que nos
permitían no extinguirnos.
Hoy
vamos aprisa, por el mismo camino, sentados siempre y sin tener que buscar nada
porque todo está. Hemos atrofiado para lo que nuestro cerebro estaba preparado.
Esto
deriva en ansiedad, estrés. Y en circunstancias muy difíciles por las que pasan
nuestros adolescentes.
Tenemos
índices graves en salud mental y esto es porque no están bien.
Sueles
atacar bastante el concepto de autoestima, ¿por qué?
La
palabra autoestima sale ahora en todos lados. Ves anuncios donde te dicen
“mejora tu autoestima comiendo este yogur”.
La
autoestima es la valoración del autoconcepto. Y el problema es que no tenemos
un buen autoconcepto.
Si
mi mamá me dice todos los días que soy guapa, guapísima, me lo creo y me creeré
Claudia Schiffer.
De
autoestima estoy bien, pero si la realidad es que tengo las piernas torcidas,
no tengo equis talla de cadera y pecho, tendré un problema cuando alguien no me
vea como Claudia Schiffer y yo me sentiré dolida.
El
problema no es de autoestima, es de autoconcepto. Autoestima es conocerme con
mis piernas torcidas, no crear un falso autoconcepto.
Este
es el problema con nuestros hijos: que les decimos que son los mejores. Ves a
padres en el campo que se creen que su hijo de 8 años es Messi. Y no lo es.
Tú
no sabes el dolor que tienen algunos chicos y chicas porque fallan a sus
referentes (padres, madres, representantes), porque sus referentes creen que
van a sacar a Messi… Eres malo y no pasa nada. De lo que se trata es de
encontrar aquello en lo que eres bueno.
La
principal habilidad de padres y docentes es escuchar, pero ¿a cuántos niños les
preguntan y son tenidos en cuenta? Eso es lo que tenemos que pensar.
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