Análisis
de Cedla
LA PAZ, BOLIVIA (ANB / Erbol).- El debate sobre el Pacto Fiscal se ha instalado en el país.
La inesperada postura del gobierno, que ha instalado apresuradamente el Consejo
Nacional de Autonomías y ha hecho públicos los objetivos que perseguiría en esa
instancia, ha sorprendido a los partidos de la oposición de derecha y a las
autoridades regionales afines a los mismos arrebatándoles el protagonismo sobre
una demanda que habían planteado desde hace mucho, pero especialmente desde que
se conocieron los resultados del último Censo de Población.
Las
primeras reyertas de este proceso ha ratificado lo que se presumía acerca de
los objetivos que le asignan al pacto: por parte del gobierno se ha dicho que
los acuerdos sobre el manejo fiscal deben, ineludiblemente, “garantizar el plan
de gobierno para la gestión 2015—2020, el modelo económico vigente en el país y
el cumplimiento de la Agenda Patriótica 2025”, mientras que algunas autoridades
regionales pertenecientes a la oposición han ratificado su intención de que el
principal acuerdo sea la aprobación de la fórmula 50-50 para la distribución de
los recursos fiscales.
Es
decir, dos de los principales actores de esta contienda iniciada están de
acuerdo en limitar el debate —y los resultados— al ámbito de la distribución de
los ingresos fiscales y del destino del gasto. Más aún, ambas posiciones dan
por sentado que el debate se debería realizar manteniendo la orientación del
régimen tributario —heredado de la
reforma implementada por la Ley 843 en el lejano año 1986— que hasta la fecha
ha sido modificado sólo parcialmente, aunque conservando su espíritu.
La
reforma tributaria, al igual que las otras políticas neoliberales de las
décadas finales del pasado siglo, buscaba establecer las condiciones más
ventajosas para la recomposición del capital, facilitando la elevación de las
tasas de ganancia y su acumulación. La principal característica de la reforma
tributaria fue la creación de impuestos indirectos como fuentes de recursos
fiscales, recursos que debían compensar la pérdida de ingresos debido a la
desaparición paulatina de las empresas estatales por obra de la privatización.
Como
escribíamos en febrero de 2003, en ocasión de la revuelta popular contra un
nuevo impuesto a los salarios: “la preferencia por impuestos al consumo y no a
los ingresos y rentas empresariales, tiene el fin premeditado de alentar la
acumulación de capital, por encima del bienestar de la población o de algún
afán auténtico de buscar la mejora de las condiciones de vida de la población a
través del gasto fiscal”.
El
argumento neoliberal era que los impuestos dirigidos a gravar las ganancias
capitalistas iban en detrimento del ahorro y la inversión y alentaban el
consumo de los estratos de menores ingresos, considerados irrelevantes para
impulsar la inversión y la actividad económica. Así se pretendía ocultar la
naturaleza de clase de la política fiscal, que elude la imposición de tributos
a la plusvalía y busca incrementar los beneficios de los capitalistas mediante
la “socialización” de una parte de los salarios.
El
resultado de la reforma neoliberal fue que para el 2001 una parte importante de los ingresos corrientes del
Sector Público No Financiero (SPNF) —más del 70%— provenía de impuestos
indirectos al consumo, como el Impuesto al Valor Agregado (IVA), el impuesto a
las transferencias (IT) y otros impuestos específicos como el Impuesto Especial
a los Hidrocarburos y Derivados (IEHD); un cambio drástico de la composición de
los ingresos corrientes del SPNF que antes de 1985 estaba dominada por la presencia de un 82% de ingresos provenientes
de la venta de bienes y servicios de las empresas públicas nacionales. En otras
palabras, la privatización y liquidación de las empresas públicas trasladó su
obligación de proveer ingresos fiscales no a los capitalistas que se apropiaron
dolosamente de ellas, sino a los ingresos laborales de la mayoría de la
población a través del gravamen a su consumo.
Además,
para cumplir ese objetivo, los diseñadores del sistema tributario idearon
ingeniosos mecanismos y dispositivos que enfatizan la fácil recaudación: la
presión sobre los consumidores resulta más eficiente que la fiscalización de
los ingresos de las empresas, de ahí que con frecuencia las situaciones de
insolvencia fiscal fueron enfrentadas con recurrentes “gasolinazos”.
La
creación del Impuesto Directo a los Hidrocarburos (IDH) mediante la Ley 3058
del año 2005 significó una modificación parcial en la orientación regresiva de
la política tributaria que el neoliberalismo había llevado a extremos. La
creación del IDH que grava con un adicional 32% a la venta de hidrocarburos
permite que el Estado capture una parte importante del excedente o plusvalía,
que se presenta bajo la forma de renta o ganancia extraordinaria. La posterior
“nacionalización” de 2006 mejora esa apropiación estatal al hacer a YPFB
partícipe de una parte de la utilidad neta o ganancia, otra forma de la
plusvalía. La importancia para el sistema tributario de este cambio, es de tal
relevancia que en el año 2013 los ingresos provenientes de la explotación de hidrocarburos
constituyeron más del 48% de los ingresos corrientes del sector público.
En
síntesis, esta reforma parcial dirigida a mejorar el control estatal del
excedente económico generado por el trabajo social, señala adecuadamente la vía
que garantiza la capacidad financiera del Estado para cumplir con la finalidad
de su gestión, que no es otra que buscar la satisfacción de las necesidades
básicas de la población y la construcción de condiciones para el desarrollo
productivo, mediante la devolución de una parte del esfuerzo productivo del
trabajo en forma de bienes comunes y servicios públicos universales.
Una
sociedad encaminada en la construcción de nuevos tipos de relaciones sociales
que superen la subordinación, la explotación laboral y la exclusión social
—relaciones que se fundamenten en la solidaridad y la responsabilidad social—,
pero también un régimen que dice representar esas aspiraciones, no pueden optar
por cambios formales que mantengan el espíritu regresivo del neoliberalismo y
de la lógica mercantil capitalista. No es pertinente ni legítimo que un debate
sobre la reformadel sistema fiscal se limite a considerar sólo la
redistribución de recursos y de competencias entre estratos del aparato estatal
controlados por fracciones políticas que priorizan su propia conservación en el
poder mediante el cumplimiento —con menor o mayor eficiencia, con más o menos
transparencia— de su propia agenda.
En
nuestro criterio, se debe alentar mejoras en el sistema fiscal partiendo por
eliminar las disposiciones que permiten la exención impositiva a favor de las
ganancias empresariales, así como los dispositivos que permiten la
“acreditación” de los impuestos a las utilidades y los que imponen generosas
ventajas a sectores empresariales en los regímenes prevalecientes en sectores
como la minería, la agricultura comercial y las exportaciones. El Pacto Fiscal
no puede construirse al margen o sin una previa y profunda reforma fiscal que
priorice el financiamiento fiscal mediante el gravamen a los sectores y clases
sociales que se apropian del excedente producido en la economía nacional por el
trabajo productivo.
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