Sostienen
que persiste el fenómeno estructural
ESPAÑA
(ANB / Tomado de El País).- Latinoamérica es reconocida por ser una de las regiones
del mundo donde la pobreza y la desigualdad se han reducido más enérgicamente
en las últimas décadas y, pese a todo, no consigue dejar de liderar los ránking
de pobreza y disparidad de rentas entre los países en desarrollo. Algunos
estudios señalan que los avances, realmente, han sido menos vistosos de lo que
pudiera parecer a primera vista y que la pobreza “persiste como un fenómeno
estructural que caracteriza a la sociedad latinoamericana”, según apunta la
Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL).
Entre 70 y 90 millones de personas han dejado atrás la
pobreza en la última década, según el Banco Mundial, pero los ciudadanos de la
región que ganan menos de cuatro dólares al día son todavía muy numerosos,
demasiados. La CEPAL estima que en 2014 el 28% de los latinoamericanos vivían
en la pobreza, un porcentaje casi idéntico a los de años anteriores. Son 167
millones de personas, de los cuales 71 millones viven en la indigencia, al
límite de la subsistencia, que se sitúa en los dos dólares al día. Y todo ello,
pese a que la región ha vivido una auténtica edad dorada gracias a la fuerte
subida del precio de las materias primas impulsada en buena medida por la
demanda de China y la fuerte entrada de capitales extranjeros.
“La recuperación de la crisis financiera internacional no
parece haber sido aprovechada suficientemente para el fortalecimiento de políticas
de protección social que disminuyan la vulnerabilidad frente a los ciclos
económicos”, admitía la secretaria ejecutiva de la CEPAL, Alicia Bárcena. “Es
verdad que se partía de unos niveles de pobreza y desigualdad muy elevados.
Pero si observamos los ingresos que han tenido estos países gracias al auge de
las materias primas, claramente se han desaprovechado los recursos para avanzar
en estos objetivos, deberían haber sido mucho mayores”, sostiene desde
Washington Ángel Melguizo, jefe de la unidad de América Latina del Centro de
Desarrollo de la OCDE, Organización para la Cooperación y el Desarrollo
Económico.
La frontera entre esa pobreza moderada y lo que Melguizo
denomina sectores medios —“quienes ganan entre 4 y 50 dólares al día, realmente
no se puede hablar de clase media”, matiza— la define básicamente tener o no
tener empleo. En los países desarrollados, las políticas sociales, las
transferencias del sector público y el denominado Estado del Bienestar juegan
un factor muy importante a la hora de amortiguar las diferencias y garantizar
unos niveles mínimos de renta para sus ciudadanos. Pero en economías
emergentes, con seguro de desempleo incompleto y acceso limitado a instrumentos
de ahorro, estar empleado puede marcar la diferencia entre un ingreso de nivel
medio y una transferencia pública de subsistencia. Incluso en economías, como
las latinoamericanas, marcadas por el elevado grado de informalidad, de
economía sumergida, que persiste en la región.
Pese a que el crecimiento medio de la zona ha rondado el
5% en los últimos años, la informalidad aún representa entre el 60% y el 70% de
la economía, asegura el economista de la OCDE. Eso supone que 130 millones de
personas están de forma permanente o durante grandes periodos de su vida en la
informalidad, lo que supone que su contribución a través del sistema fiscal es
muy baja o inexistente en muchos casos. Ese grupo de personas, que no son
exactamente pobres pero que se concentran en el segmento de salarios muy bajos,
son los más vulnerables al cambio de ciclo. Forman el gran grupo de aquellos
con mayor riesgo de perder su empleo ahora que el horizonte de crecimiento es
menor, para quienes las perspectivas de movilidad social, de mayor acceso a la
educación, al transporte y a los servicios sanitarios, amenazan con
desvanecerse y con devolverles al nivel socioeconómico que vivieron sus padres.
El riesgo es ahora mucho más real porque los buenos
tiempos no van a volver. Al menos a medio plazo. La región parece haber entrado
en una fase de bajo crecimiento y su diferencial de crecimiento respecto a las
grandes economías desarrolladas prácticamente desaparece. Por primera vez en
los últimos 10 años, Latinoamérica creció por debajo del promedio de la OCDE en
2014 y 2015 apunta que seguirá la misma dirección. Los organismos
internacionales estiman que la actividad económica de los siete grandes países
desarrollados (Japón, Estados Unidos, Alemania, Italia, Francia, Canadá y Reino
Unido) aumentará el 2,1% de media este año y que Latinoamérica apenas crecerá
un 2,2%, lejos del 3,8% mundial. Unos niveles que dejan a la zona lejos de los
niveles de entre el 4% y el 5% de los años “dorados” previos a la crisis
financiera internacional y que reducen, por tanto, las oportunidades derivadas
del crecimiento, de la creación de empleo y del margen presupuestario que
permiten unos ingresos generosos.
Cierto es que la desaceleración actual no viene de la
mano de las crisis que solían poner fin a las etapas de crecimiento de otras
décadas, que venían además impulsadas por el endeudamiento externo. América
Latina aprendió aquella dolorosa lección y sus fundamentos económicos y
financieros son mucho más estables y saneados, pese a la persistencia de un
déficit crónico de baja productividad. “Si consideramos como guía el registro
histórico del crecimiento en Latinoamérica, sin reformas vigorosas en favor de
la productividad, es realista prever una “nueva normalidad” para la región en
su conjunto de alrededor del 3% de crecimiento anual”, subraya el economista
jefe del Banco Mundial para la región, Augusto de la Torre, en su informe
Desigualdad en una América Latina con menor crecimiento. Por lo pronto, la
región no parece que alcanzará esa nueva normalidad en los dos próximos ejercicios
y que su crecimiento será inferior a esa meta.
Si no se hace nada para compensar ese menor margen de
crecimiento y gasto público, es previsible pensar que el ritmo de reducción de
la pobreza y de la desigualdad de estos últimos años se frenará considerablemente.
Aunque hay quien advierte que puede que ni siquiera las mejoras registradas en
la reducción de la desigualdad sean tan espectaculares como se da a entender.
De hecho, según recordaba Arif Naqvi, fundador de The Abraaj Group, 10 de los
15 países más desiguales del mundo están en Latinoamérica. De media en la
región, los ingresos del 10% más rico suponen 27 veces los ingresos del 10% más
pobre, una relación que es de 15 veces en el caso de Estados Unidos o de 9
veces en la media de los países de la OCDE.
El economista jefe del Banco Mundial para la región,
Augusto de la Torre, sostiene, en su informe que el problema de origen es que
la desigualdad no se ha medido con propiedad en la región y que si se amplían
las mediciones a las rentas de capital, las diferencias en la cesta de la
compra entre hogares de diferente renta y las declaraciones de impuestos, los
datos revelan “un nivel mucho más alto de desigualdad” pese a que la tendencia
haya seguido una senda a la reducción parecida.
La explicación es bastante sencilla. Según el coeficiente
de Gini, una de las medidas más utilizadas para medir la desigualdad de rentas
dentro de los países, la caída de la desigualdad de ingresos de los hogares en
Latinoamérica desde 2003 fue significativa en magnitud, sin precedentes en la
historia de la región y única en el mundo. Esa caída se produce al medir la
evolución de los ingresos salariales que, gracias a las mejoras en la
educación, han permitido reducir las diferencias entre los más educados y los
menos. Pero Latinoamérica, a diferencia de otros países emergentes, calcula ese
indicador a partir de encuestas de ingresos salariales y no de encuestas de
gastos. De esa forma, se subestiman los ingresos derivados de los rendimientos
de capital de los más ricos, fuente muy importante de ingresos en las clases
altas. Si a ello se le añaden los todavía escasos datos disponibles
públicamente de declaraciones de impuestos, el nuevo coeficiente Gini sitúa la
desigualdad en un nivel mucho más elevado.
Pese a todo, “Latinoamérica está en la actualidad mucho
mejor posicionada, desde el punto de vista de la política macroeconómica, para
responder al ciclo sin descuidar la equidad”, sostiene De la Torre. Ahí, “la
inversión en formación del capital humano y en infraestructuras son la
principal prioridad de la región, que ha dependido en exceso del consumo y las
exportaciones” en los últimos años, sostenía Alicia Bárcena en una de las
sesiones del último Foro Económico Mundial reunido en Davos, Suiza. Según los datos
desgranados por la responsable de la CEPAL, la inversión supone el 21,7% del
PIB de la región, frente al 40% de Asia o el rango del 32% al 36% que registran
la mayoría de los países de la OCDE. Esos niveles, defendía Bárcena, ni
siquiera cubren las necesidades en infraestructuras, educación y sanidad de
estos países, cuanto menos para reducir las diferencias con otras regiones.
En tiempos de restricciones presupuestarias las políticas
de gasto público deben afinar sus objetivos y seguir el ejemplo de aquellas que
han demostrado más eficiencia en estos años. Brasil, por ejemplo, ha
condicionado determinados subsidios a las familias a que los padres
garantizaran la asistencia de sus hijos a la escuela. Ahí parece estar la
clave. “El 40% de las empresas latinoamericanas no encuentran a los
trabajadores que buscan. Es necesario impulsar las políticas educativas, sobre
todo la educación técnica y vocacional, lo que en otros sitios se conoce como
formación profesional. Solo así la gran masa de trabajadores informales serán
menos vulnerables a la pérdida de empleo y al cambio de ciclo”, sostiene
Melguizo. Aunque los gobiernos han reconocido la importancia de la educación,
los recursos públicos destinados al sector apenas han pasado del 3,4% del PIB
en los años 90 hasta el 5,3% en 2011.
Para aumentar esos niveles, sostiene el economista de la
OCDE, hay que cambiar las bases del sistema, modificar la relación entre lo que
aportan los contribuyentes y los servicios que reciben a cambio. “Es necesario
reescribir un nuevo contrato social. Hay que reducir la carga tributaria que
soportan los trabajadores pero que contribuyan un mayor número de ciudadanos,
para financiar con esos recursos unos servicios de calidad en educación, en
sanidad y en transporte”, asegura Melguizo. De lo contrario, las mejoras
sociales de décadas en Latinoamérica corren peligro.
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